El peaje del capitalismo que amenaza al fútbol femenino

Imagen creada con IA

En junio de este año leía que Mapi León y Salma Paralluelo, dos de las grandes referentes del Barça femenino, podrían estar en el punto de mira. No es que estuvieran oficialmente en venta (el club lo negó), pero sí que se escucharían ofertas. El motivo era simple, aunque incómodo: ajustar la masa salarial. El mensaje entre líneas es ineludible. El fútbol femenino ya forma parte del engranaje capitalista del deporte. Y esto ocurre justo ahora, cuando empieza a ser rentable.

Un éxodo preocupante

Finalmente parece que Mapi y Salma continuarán hasta el 2026, momento en que finalizan sus contratos. A pesar de ello, la realidad de este verano ha sido aún más dura: el Barça femenino ha perdido al menos ocho jugadoras del primer equipo y se ha quedado con apenas 17 fichas disponibles (un equipo bien engranado debe tener de 23 a 24 fichas). Nombres como Jana Fernández, Ingrid Engen, Fridolina Rolfö, Ellie Roebuck, Bruna Vilamala o Martina Fernández han abandonado el club. Solo se ha incorporado un fichaje directo, Laia Aleixandri, que ya jugó anteriormente en el barça, y algunos retornos de cesiones y ascensos de la cantera. En la práctica, el proyecto se ha debilitado.

¿Por qué ocurre esto? El motivo principal está en el Fair Play financiero que impone la Liga. La masa salarial del club se computa de forma conjunta: masculino y femenino. Es decir, los problemas financieros del primer equipo masculino han acabado afectando directamente al femenino. El club ha liberado masa salarial del Barça femenino para poder inscribir fichajes del masculino. El resultado: salidas masivas en un equipo que era referente mundial.

El espejismo de la igualdad

Nos dijeron que profesionalizar el fútbol femenino era avanzar hacia la igualdad. Pero, ¿igualdad con qué? ¿Con un modelo donde los clubes son empresas y los jugadores, mercancía? ¿Con una lógica en la que todo se subordina al beneficio?

Igualdad no es imitar un sistema que ya ha vaciado de sentido al fútbol masculino. Un sistema que es obsceno. No se trata de calcar sus errores, sino de buscar otra manera de hacer las cosas. El fútbol femenino tenía la posibilidad de construir un camino propio: más equitativo, más humano. Pero el sistema es implacable. Y cuando hay dinero de por medio, todo —y todos— se vuelve negociable.

La injusticia estructural

Este escenario ha sido recibido como profundamente injusto por parte de la afición y del propio entorno del fútbol femenino. Pues normal. El equipo más exitoso del club, campeón de Europa y referente mundial, es el que paga el precio de los errores financieros acumulados en la sección masculina. Se priorizan inscripciones en el masculino, aunque el femenino quede debilitado. Y eso envía un mensaje claro: todavía no pesan lo mismo.

Además, se argumenta que estas salidas buscan generar margen para afrontar renovaciones clave en 2026: Alexia Putellas, Graham Hansen, Mapi León o Salma Paralluelo, de las que hemos hablado al principio. Pero mientras tanto, el presente se resiente. Y la sensación es que se sacrifica un modelo deportivo que funcionaba por decisiones impuestas desde fuera del césped.

Del “basta” al “se acabó”

No se puede entender lo que está pasando sin recordar lo que ya pasó. En 2022, quince jugadoras de la selección española dijeron “hasta aquí”. Mapi fue una de ellas. Denunciaron condiciones indignas, trato desigual, una federación que funcionaba bajo esquemas patriarcales. Se rebelaron. Y pagaron el precio.

Después llegó el Mundial. Y con él, el beso no consentido de Luis Rubiales a Jenni Hermoso. Lo que siguió fue una ola. De indignación, de solidaridad, de hartazgo. El famoso “Se acabó” no fue solo una consigna. Fue una grieta en el muro del machismo institucional. Un recordatorio de que ni siquiera ganar lo cambia todo.

Ese episodio dejó claro algo esencial: el poder sigue en manos de quienes no comprenden —o no quieren comprender— conceptos tan básicos como el respeto o el consentimiento.

Feminismo, fútbol y poder

El feminismo no busca solo presencia. Busca poder tomar decisiones también. Porque no basta con que haya mujeres en el campo si quienes las toman siguen siendo hombres. No es suficiente que las jugadoras cobren más si eso significa aceptar las mismas reglas injustas que han regido siempre.

¿Quién decide si Mapi y Salma deben salir? ¿Quién calcula lo que vale su talento? ¿Quién evalúa lo que aportan a un equipo, más allá de los goles? La respuesta, por ahora, no ha cambiado: los de siempre.

Y ahora, ¿qué?

Lo que está en juego con todo lo mencionado es el alma del deporte femenino. ¿Queremos un fútbol de mujeres o un fútbol feminista? ¿Queremos igualdad dentro del mismo sistema que precariza, o queremos cambiar las reglas del juego?

Todas las jugadoras que hemos mencionado representan algo más grande. Son parte de una generación que abrió camino a base de coraje. Si aceptamos su mercantilización sin más, estaremos dando la espalda a esa historia de lucha.

Aún estamos a tiempo. El fútbol femenino todavía puede ser distinto. Pero para lograrlo, hace falta más que talento. Hace falta memoria, organización y una convicción firme: que el partido más importante no se juega en el césped, sino en el modelo que elegimos defender.

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