Los pronombres: identidad, respeto y poder en una sola palabra

En los últimos años, los pronombres han dejado de ser una curiosidad lingüística o un gesto militante reservado a espacios activistas. Han saltado a los titulares, se han colado en las aulas, en los entornos laborales, en redes y sobremesas familiares. Para muches, aún resultan un concepto ajeno, complejo o incluso innecesario. Pero para otres, representan una frontera vital: la que separa la visibilidad del borrado, la afirmación de la negación, el respeto de la violencia.

¿Qué son los pronombres y por qué importan?

Los pronombres personales — «ella», «él», «elle»— pueden parecer palabras menores, casi automáticas en el habla. Pero son mucho más: son una forma de mirar al otre, de reconocerlo en su identidad, de permitirle habitar el lenguaje en sus propios términos. En un mundo que durante siglos ha forzado los cuerpos y las existencias dentro de un binarismo rígido —masculino o femenino, hombre o mujer—, los pronombres abren grietas por donde se cuela la posibilidad de ser de otro modo. Nombrar bien a alguien es una forma de decirle: «te veo».

Decir bien un pronombre puede salvar vidas

No es una exageración. Estudios recientes muestran que el uso correcto de los pronombres disminuye significativamente los niveles de ansiedad, depresión y riesgo suicida en jóvenes trans. Escuchar su pronombre puede ser, para una persona no binaria o trans, como encontrar oxígeno en medio de la asfixia social. No se trata de «modismos» o «caprichos identitarios»: se trata de salud mental, de inclusión real, de justicia cotidiana. Al otro lado, el misgendering —nombrar con un pronombre que niega la identidad sentida— duele, margina, y en muchos casos silencia. Es una violencia pequeña en forma, pero profunda en sus efectos.

Pronombres, cultura y resistencia

Esta lucha no empieza ni termina en los márgenes del presente. Mucho antes de que la gramática binaria se impusiera como única, muchas culturas del mundo reconocían identidades más allá de «hombre» y «mujer». En pueblos indígenas de América, en el sur de Asia o en el Pacífico, el género era un territorio más fluido, más amplio, más vivo. La colonización, con su carga de imposiciones religiosas, morales y lingüísticas, desdibujó —cuando no extinguió— esas posibilidades. Hoy, cada vez que alguien exige que se le nombre con un pronombre no binario, está también reabriendo esa historia interrumpida.

Interseccionalidad: quiénes quedan fuera

Pero no todes viven este debate en igualdad de condiciones. Una persona trans blanca con acceso a espacios seguros, progresistas o universitarios, puede encontrar cierta apertura. Pero ¿qué pasa con les trans racializades, migrantes, con discapacidad, con escasos recursos? ¿Qué ocurre en contextos donde ser visible equivale a exponerse al rechazo, la precariedad o incluso la violencia? Pensar en pronombres también es preguntarse a quiénes escuchamos con más facilidad, a quiénes se les cree, a quiénes se les deja hablar. Y sobre todo, a quiénes seguimos nombrando —o ignorando— desde la comodidad del lenguaje hegemónico.

¿Qué podemos hacer?

Nombrar bien no exige grandes sacrificios. Decir «Hola, me llamo [nombre] y uso pronombres [ella/él/elle]» abre espacio para que otres hagan lo mismo. Basta con corregirse cuando hay errores y hacerlo sin dramatismo, con humildad. Basta con que formularios, clases, plataformas y espacios sociales contemplen más de dos opciones. Basta con querer aprender. No hay cambio más poderoso que el que se inicia desde la escucha.

Los pronombres no son una moda ni una exageración. Son un reflejo de hacia dónde queremos movernos como sociedad: hacia un mundo donde todes podamos ser reconocides en nuestra diversidad, sin tener que pedir permiso para existir. Usar los pronombres correctos no es un favor; es el mínimo acto de respeto.

Nombrar es dar lugar. Y en ese lugar, muchas personas encuentran por fin la posibilidad de ser, con orgullo y sin miedo.

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